Autonomía universitaria, hoy
Por Miguel Melo
Tras una ardua movilización por la conquista de la autonomía universitaria, estudiantes, profesores y autoridades de la Universidad Nacional de México, lograron ese distintivo durante el mandato presidencial de Emilio Portes Gil, quien habría opuesto resistencia en repetidas ocasiones, pero finalmente terminó por ceder ante la presión de los universitarios y promulgar la Ley Orgánica de la Universidad Nacional de México, el 10 de julio de 1929, la cual fue publicada el 22 de julio en el Diario Oficial de la Federación y entró en vigor el día 26.
Lograr la autonomía universitaria fue producto de la protesta estudiantil de los universitarios de aquel año, quienes se organizaron como reacción ante la autoridad académica por imponer cambios en la presentación de exámenes. La movilización estudiantil se extendió hasta ocupar calles y avenidas de la capital del país y lograr que padres de familia, profesores, autoridades académicas y otros sectores sociales vieran la necesidad de que la máxima institución de educación superior en el país obtuviera el derecho a la autodeterminación.
Tras un periodo de movilizaciones, huelga, represión, cárcel, acoso de la prensa afín al oficialismo, entre otras vivencias, las y los universitarios recibieron con beneplácito el decreto presidencial que otorgaba autonomía a la Universidad Nacional, concepto que ha evolucionado desde aquella óptica ética y de responsabilidad social surgida en 1929.
Con el transcurso de los años y las décadas, la autonomía universitaria ha sido objeto de embates por parte de gobiernos estatales y el federal. El caso más emblemático se dio en 1968, cuando el presidente Gustavo Díaz Ordaz asumió la responsabilidad de violentar la autonomía, al ordenar la irrupción del ejército en el campus universitario, como consecuencia de una movilización estudiantil y popular en defensa de libertades políticas.
Hoy en día, el texto constitucional menciona a la autonomía universitaria como la facultad de las instituciones de gobernarse a sí mismas; realizar sus fines de educar, investigar y difundir la cultura de acuerdo con los principios de respeto a la dignidad de las personas, con enfoque en los derechos humanos y de igualdad sustantiva, respetando la libertad de cátedra e investigación, el libre examen y discusión de las ideas; autodeterminar sus planes y programas; fijar los términos de ingreso, promoción y permanencia de su personal académico, y administrar su patrimonio. Asimismo, en el artículo tercero de la Constitución se establece que la obligatoriedad de la educación superior corresponde al Estado.
Es aquí donde se encuentra el quid de este asunto. Para que las instituciones de educación superior autónomas cumplan sus objetivos en las tareas sustantivas de educar, investigar y difundir la cultura es necesario que el Estado cumpla con el abastecimiento de recursos económicos y materiales necesarios para proporcionar a estudiantes en particular y a la sociedad en general, conocimientos para el desarrollo personal y social.
Este compromiso del Estado que radica en los gobiernos federal y estatales, podría tener una opción de respuesta con presupuestos aprobados tras un diagnóstico de la situación financiera en las instituciones educativas, su número de matrícula, la calidad, pertinencia y viabilidad de sus programas.
Se requieren presupuestos diseñados cuando menos a mediano plazo, a partir de proyectos surgidos desde las propias instituciones autónomas, evaluados internamente de manera periódica, cuya acreditación forme parte para incrementos posteriores, sin menoscabo de la situación laboral de la planta académica y administrativa.
Fotos: Archivo Histórico UNAM y cortesía.